La cultura del ruido

El arbolico, se riega desde chico. Decía ya la abuela de un tío mío. Escribo esto desde una terraza. 20º en un fresco día de julio. Un 31. Un día raro donde los haya en esta ciudad, para una práctica que se ha vuelto ya común aquí, y en todo el país: el ruido.

A mi lado, una valla alta separa la terraza del bar en el que tomo café, del patio del colegio donde unos pocos niños pasan las horas mientras sus padres hacen otras cosas. Apenas queda gente en la ciudad. El silencio es delicioso, sólo se escuchan los pájaros cantar. La temperatura perfecta. En este entorno, sería un privilegio poder escuchar el silencio. Estar con uno mismo. Sin embargo, los niños se deleitan con Si Antes Te Hubiera Conocido, de Karol G. Y no solo, también todos los viandantes, los que tomamos café en la terraza, y las decenas de viviendas cuyas ventanas dan al patio del colegio.

Porque aquí, si no matas a nadie, le puedes hacer la vida imposible. Molestar ya no está mal visto. Y así, pasean los niños en sus patinetes con un bafle a todo volumen, andan por las aceras los patinetes, los coches presumen de su música, y el vecino monta fiesta hasta las tres de la mañana. Llevan viéndolo desde chicos. ¿Qué van a hacer?